La conceptualización de la sociedad red como preludio de una nueva crisis de la democracia

Par Dario Migliucci

 

Resumen

A finales del siglo pasado, Manuel Castells intentó descifrar las características y las dinámicas de funcionamiento de un mundo, el de la “sociedad red”, que se encontraba entonces en sus albores. Revolución tecnológica, globalización económica y cultural, crisis de los viejos sistemas económicos y aparición de los movimientos identitarios fueron, según el renombrado sociólogo, los factores clave que ocasionaron la transición de la “sociedad industrial” al “capitalismo informacional”. El propósito del presente trabajo es el de realizar un análisis crítico de estas teorías. Aprovechando una perspectiva histórica que Castells no podía tener a su alcance en los años noventa, compararemos además sus postulados con los eventos que han tenido lugar en el último cuarto de siglo, centrándonos en particular en la crisis de la democracia que ha recientemente afectado a muchas regiones del planeta. Una crisis de la que Castells –como actor, no solo como observador– ha sido un destacado protagonista.

Palabras clave: Sociedad red; Medios de comunicación; Populismo; Crisis de la democracia; Praxis

Résumé

A la fin du siècle dernier, Manuel Castells tente de décrypter les caractéristiques et les dynamiques de fonctionnement d’un monde, celui de la « société en réseau », alors à son aube. Selon le sociologue, la révolution technologique, la mondialisation économique et culturelle, la crise des anciens systèmes économiques et l’émergence de mouvements identitaires ont été les facteurs clés qui ont provoqué la transition de la « société industrielle » au « capitalisme informationnel ». L’objectif de cet article est de faire à une analyse critique de ces théories. Profitant d’une perspective historique que Castells ne pouvait pas avoir à sa disposition dans les années 90, nous comparerons également ses postulats avec les événements qui se sont déroulés dans le dernier quart de siècle, en nous concentrant notamment sur la crise de la démocratie qui a récemment touche de nombreuses régions de la planète. Une crise dans laquelle Castells– en tant qu’acteur, pas seulement en tant qu’observateur – a été un protagoniste.

Mots clés : Société en réseau ; Moyens de communication ; Populisme ; Crise de la démocratie ; Praxis

Abstract

At the end of the last century, Manuel Castells attempted to decipher the characteristics and dynamics of the « network society », which was then in its infancy. According to the sociologist, the technological revolution, economic and cultural globalization, the crisis of the old economic systems and the emergence of identity movements were the key factors that caused the transition from the « industrial society » to « information capitalism ». The aim of this article is to critically analyze these theories. We rely on a historical perspective that Castells could not have had at his disposal in the 90s. We also compare his postulates with the events that have taken place in the last quarter of a century, focusing in particular on the crisis of democracy that has recently affected many parts of the planet, a crisis in which Castells – as an actor as well as an observer – has been a protagonist.

Key words : Network society; means of communication; populism; crisis of democracy; praxis

 

A finales del siglo XX el universo intelectual parecía haber perdido los puntos de referencia necesarios para la comprensión de un mundo que –de facto más seguro por el fin de la amenaza nuclear que había caracterizado los años de la Segunda Guerra Fría– parecía paradójicamente más inquietante, debido al desconocimiento de las estructuras materiales e ideológicas sobre las que la sociedad del siglo XXI se cimentaría. El derrumbe del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética pusieron fin al enfrentamiento entre capitalismo y comunismo que había dominado gran parte del siglo XX, dejando desorientados a la mayoría de los observadores. No sólo se había perdido la dicotomía maniquea (y cómoda, desde un punto de vista político y también intelectual) buenos vs. malos, sino que resultaba muy complicado comprender sobre cuáles pilares se sustentaría la nueva etapa histórica que acababa de iniciar.
Tras el desplome de la cortina de hierro algunos atrevidos intelectuales trataron de definir las dinámicas de un mundo que se encontraba todavía en proceso de amanecer. Samuel P. Huntington (1996), por ejemplo, vaticinaba un futuro en el que la lucha ideológica (ya finalizada tras la capitulación del fascismo primero, y la implosión del comunismo después) sería sustituida por choques entre civilizaciones, a saber: la occidental contra la islámica, la hindú contra la sínica, la rusa contra la occidental y así siguiendo. En aquellos convulsos años también hubo obras marcadas por el optimismo. Francis Fukuyama (1992) aseguró que la sempiterna lucha del ser humano por ser reconocido había felizmente terminado con la imposición a escala global de un sistema –la democracia representativa liberal-capitalista– que parecía otorgar gran bienestar y plenos derechos a todos sus ciudadanos.
La obra “La era de la información” (The Information Age: Economy, Society and Culture, en el original) del sociólogo Manuel Castells debe enmarcarse en este contexto histórico y, también, en dicho esfuerzo intelectual. Su primer volumen, La sociedad red, vio la luz en 1996, mientras que los dos siguientes –El poder de la identidad y Fin de milenio– fueron publicados, respectivamente, en 1997 y 1998. Se trata de una obra monumental, con la que se esbozaba una “teoría transcultural y exploratoria” (Castells, 1996, p. 56) consagrada a “analizar el mundo surgido en las postrimerías del siglo XX a partir de una serie de procesos inter-relacionados [sic] que constituyen una nueva era, la era de la información” (Castells, 1996, p. 27).
Castells se embarcó en suma en la ardua tarea de trazar sobre papel unas líneas que la historia vivida por los hombres todavía no había dibujado de forma clara y terminante, algo equiparable al esfuerzo que Adam Smith (1776) realizó en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando, ante el lento ocaso del mercantilismo absolutista, se propuso emprender el análisis de una etapa de la historia que, dominada por la economía de libre mercado, por la política del laissez faire, laissez passer y por el proceso de industrialización, se encontraba en aquellos años en su fase de gestación.
De acuerdo con Castells, durante las últimas décadas del siglo XX la sociedad industrial fue gradualmente sustituida por un “modo de desarrollo” (los dispositivos tecnológicos fundamentales para la generación de productividad en el marco de un modo de producción, en este caso el capitalista) llamado “capitalismo informacional” (Castells, 1996, pp. 44-48). De esta forma, la “sociedad informacional” establecería su sistema de producción a partir de la creación y difusión del conocimiento gracias a las tecnologías de la información (Castells, 1996, p. 259), lo que iría emparejado a una organización a todos los niveles –económico, pero también sociocultural– en torno a redes (Castells, 1996, p. 549) y a la consolidación de la globalización (Castells, 1996, p. 136). “Sociedad industrial” y “capitalismo informacional” (un concepto, este último, que pretendía dejar obsoleta la noción de “sociedad posindustrial”) se categorizaban como dos etapas estables de la historia, enlazadas entre sí por un “intervalo” en el que habían tenido lugar unas transformaciones que, de facto, ocasionaron la transición entre las dos (Castells, 1996, p. 59). Más que analizar los elementos que configuraban la estructura social de la nueva época, el autor se dedicó a revelar las complejas dinámicas que, en el citado intervalo, impulsaron la disgregación de la vieja etapa y se erigieron a parteras de la nueva.
Según Castell, las bases sobre las que se forjaría el mundo del siglo XXI (la génesis de la transición entre las dos etapas se remontaría a los años sesenta/setenta del siglo XX) fueron una extraordinaria revolución tecnológica capaz de desvirtuar los vínculos laborales y sociales tradicionales, un cada vez más acelerado proceso de globalización económica y cultural, el desgaste y ocaso del sistema económico comunista, la crisis existencial de las democracias capitalistas (en proceso de profunda transformación interior) y el afirmarse de las cuestiones identitarias (por ejemplo, el feminismo) como instrumento privilegiado para la resistencia frente al poder, con una paralela implosión de las viejas estructuras (tanto a nivel material como conceptual) de representación colectiva, como pueden ser los movimientos obreros o nacionalistas (Castells, 1998, p. 387-388).
A lo largo de la obra, Castells también examinaba el papel que los medios de comunicación estaban jugando en la sociedad red, abordaba un análisis de los movimientos que se enfrentaban a las estructuras dominantes (capitalismo, patriarcado, globalización, etc.) y realizaba un diagnóstico sobre la salud del sistema de la democracia liberal. Son precisamente estas las temáticas de las que nos ocuparemos en el presente capítulo. Por un lado, realizaremos un análisis crítico de las teorías propuestas por Castells. Por el otro, aprovechando una perspectiva histórica que el sociólogo español no podía tener a su alcance en los años noventa, compararemos dichas teorías con los eventos que han tenido lugar en estos últimos años, más concretamente con una crisis de la democracia que, por su extensión y por las modalidades en la que se ha desarrollado, hace dos décadas era difícil de imaginar.
Tras conceptualizar al populismo como un conjunto de axiomas discursivos, defenderemos que los cimientos de la ola de populismo que ha estremecido el mundo en los últimos lustros descansan en la difusión masiva de unos relatos antisistema que se forjaron, a lo largo de varias décadas, en el mundo intelectual, difundiéndose posteriormente –entre una población capacitada para asimilarlos y reelaborarlos– gracias a nuevas y más eficaces tecnologías de la comunicación masiva. Para ello haremos referencia a la situación de países como Estados Unidos, México, Reino Unido, España, Francia o Italia. Dichas naciones se presentarán como ejemplos representativos de la deriva populista que ha tenido lugar a nivel global en estos últimos años. El autor es plenamente consciente de que un límite de todas las investigaciones de Historia Global consiste precisamente en la imposibilidad de plantear teorías que se fundamenten en análisis de casos de estudio que puedan considerarse exhaustivos (resulta del todo evidente que el examen de todos los populismos de nuestro siglo sería absolutamente inabarcable).
También defenderemos que Castells fue incapaz de vislumbrar la naturaleza, magnitud y peligros de la actual crisis de la democracia por distintas razones: la imposibilidad de vaticinar la magnitud del poder que Internet llegaría a tener como vehículo de divulgación de relatos antidemocráticos, la equivocada convicción de que la información digital se convertiría preponderantemente en una herramienta de emancipación para los grupos desfavorecidos, el erróneo convencimiento de que los internautas de las clases más cultas y acomodadas usarían el potencial de la comunicación en línea para perpetuar el statu quo y la convicción de que una crisis del sistema liberal/capitalista sería con toda posibilidad un hecho deseable. A este propósito, destacaremos que Castells no fue sólo un analista de la sociedad contemporánea, siendo además un actor social que ha ido desempeñando un rol destacado en la creación de una parte sustancial de aquellos relatos que –reelaborados por algunos y quizás en parte malinterpretados por otros– conforman hoy en día las bases ideológicas del credo populista.
El presente capítulo abordará un estudio de las teorías que Castells formuló sobre medios de comunicación y sociedad red; analizará la correlación que puede establecerse entre la producción de relatos populistas y la eclosión de grandes crisis de la democracia; y examinará el rol que desempeñan las élites de nuestro tiempo presente a la hora de defender o cuestionar el statu quo. Se propondrá además una reflexión sobre el papel que el mundo intelectual juega en la conformación de doctrinas y teorías que potencialmente pueden erosionar los pilares sobre los que se cimienta la sociedad democrática.

El rol de los medios de comunicación en la sociedad red

A la hora de abordar el tema de los medios de comunicación, Castells observaba que a lo largo del siglo XX éstos se convirtieron –junto con los análisis demoscópicos y con las relaciones públicas– en el epicentro de la acción política contemporánea (Castells, 1997, p. 352). Afirmaba además que la comunicación política de la Era informacional se caracterizaba, entre otras cosas, por una acentuada personalización del liderazgo, por la propagación de relatos dicotómicos y por una importancia cada vez más destacada de lenguaje, imágenes y símbolos (Castells, 1997, p. 366). Finalmente, aseveraba que la transmisión de noticias se había hecho cada vez más selectiva, ya que radio y televisión de finales de siglo, con sus múltiples cadenas y programas, permitían que cada persona tuviera a su alcance una información a la carta, haciendo posible que cada usuario accediera a los contenidos más acordes con su ideología (Castells, 1996, pp. 412-413). Un aspecto, este último, que se acentuó considerablemente en el siglo XXI, a medida que Internet fue imponiéndose como medio de comunicación masivo.
Castells se percató de que muchos movimientos estaban incrementando sus partidarios gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación de masas. Aseguró por ejemplo que sin el fax o Internet (que daba entonces sus primeros pasos como herramienta de comunicación masiva) muchos grupos religiosos –desde los Estados Unidos a Japón– no hubiesen llegado a ser influyentes (Castells, 1997, p. 130). Se fijó en que Internet comenzaba a jugar un papel significativo incluso en áreas pobres y periféricas, siendo la comunicación digital uno de los factores que podían explicar el auge de los zapatistas en México (Castells, 1996, p. 436). Señaló que en Francia los estudiantes explotaban el potencial de Minitel –el videotex predecesor de la World Wide Web– para organizar protestas contra el poder. (Castells, 1997, p. 454). Reconoció finalmente que el movimiento ecologista debía una parte de su éxito a la capacidad de hacerse escuchar en Internet y en las televisiones, radios y periódicos locales: “Las grandes empresas y los políticos suelen quejarse de que son los medios de comunicación, más que los ecologistas, los responsables de la movilización medioambiental” (Castells, 1997, p. 153).
En general, Castells mostraba cierto optimismo en cuanto al poder emancipador de Internet. Gracias a los ordenadores, las mujeres, los grupos oprimidos y los trabajadores subordinados tenían más posibilidades de hacer escuchar su voz, lo que revertía “los juegos tradicionales de poder en el proceso de comunicación”: “Los nuevos movimientos sociales transnacionales surgidos para defender las causas de la mujer, los derechos humanos, la preservación del medio ambiente y la democracia política están haciendo de Internet una herramienta esencial para diseminar la información, organizarse y movilizarse” (Castells, 1996, p. 437).
Además, desde el corazón de Europa (por ejemplo, Ámsterdam) a la costa occidental de los Estados Unidos (Santa Mónica, Seattle, etc.), Internet estaba dando prueba de ser un buen instrumento de democracia local (Castells, 1996, p. 437). El sociólogo citaba datos estadísticos según los cuales un creciente número de personas manifestaba desear que los ordenadores incrementasen la participación ciudadana en la política, a saber: mantener un diálogo directo entre representantes y representados, participar en remoto en las asambleas municipales e, incluso, votar electrónicamente las resoluciones de las instituciones locales (Castells, 1996, pp. 444-445). El mundo digital, en suma, parecía hacer posible el establecimiento de una forma concreta de democracia directa.
La idea de que este instrumento pudiera convertirse en un arma para dinamitar los pilares de la convivencia democrática estaba casi del todo ausente en la obra, entre otras cosas porque Castells aseguraba que los análisis llevados a cabo desde hacía décadas en el seno de las ciencias sociales invitaban a no magnificar el poder de los medios de comunicación sobre las audiencias (Castells, 1996, p. 406). Por aquel entonces, Castells no podía conocer los numerosos estudios que, ya en el siglo XXI, revelarían la inquietante potencialidad de internet a la hora de polarizar ideológicamente a los usuarios (por ejemplo, Lelkes, Sood & Iyengar, 2015).
De forma esporádica, eso sí, La era de la información mencionaba informes y estudios según los cuales determinados grupos de extrema derecha estaban creciendo más de prisa que ningún otro grupo xenófobo en la historia precisamente gracias a Internet (Castells, 1997, p. 107). Incluso esos movimientos, de todos modos, se interpretaban como inevitables resistencias contra las estructuras dominantes. Castells, en efecto, defendía que los nuevos movimientos sociales en su conjunto estaban “respondiendo con sus mismas armas a la globalización informatizada de los mercados financieros y al procesamiento de la información” (Castells, 1997, p. 24).

Relatos populistas y crisis de la democracia

Tal y como ocurrió en los años sesenta con la publicación de La Galaxia Gutenberg (McLuhan, 1963), a La era de la información se le ha recriminado (por ejemplo, Jan Van Dijk, 1999) establecer un paradigma destinado a consagrar la primacía de lo material sobre las facetas política y sociocultural. Lo cierto es que, a lo largo de toda la obra, Castells intentó huir del espectro del determinismo. Aseguró que el éxito (y también el fracaso) de la economía informacional se había gestado desde la política (Castells, 1996, p. 286) y apostó por un marco teórico basado en la dialéctica entre las estructuras (la económica y la tecnológica) y la agencia de los actores sociales (Castells, 1998, p. 391).
Pese a sus esfuerzos, resultaba evidente que su investigación tenía un punto de partida muy específico: no sólo la revolución de las tecnologías de la información y la reestructuración del capitalismo habían “inducido una nueva forma de sociedad, la sociedad red” (Castells, 1997, p. 23), sino que la tecnología (o su carencia) había plasmado “la capacidad de las sociedades para transformarse” (Castells, 1996, p. 37). Castells consideró prioritario el análisis de los factores económico y tecnológico, y sólo posteriormente examinó la interacción de esta estructura material con la esfera de las experiencias y de las pautas culturales, pues su premisa era que “una revolución tecnológica, centrada en torno a la información, ha transformado nuestro modo de pensar, de producir, de consumir, de comerciar, de gestionar, de comunicar, de vivir, de morir, de hacer la guerra y de hacer el amor” (Castells, 1998, p. 25).
Página tras página, el autor tendía a presentar dos niveles contrapuestos. Por un lado, un desarrollo tecnológico que ha prosperado por voluntad expresa de la clase política y que ha tenido el propósito de reanimar un capitalismo en agonía. Por el otro, un mundo de resistencias que se ha materializado precisamente a partir de la realidad que el capitalismo informacional ha ido conformando. Si nos mantuviésemos fieles a estos postulados, el auge de los movimientos que han puesto en crisis el sistema democrático en estos últimos años debería ser interpretado, en palabras de Castells, por “una antigua ley de la evolución social: la resistencia se enfrenta a la dominación” (Castells, 1997, p. 92). Fenómenos como el fundamentalismo religioso y el nacionalismo cultural –dos aspectos que han sido trascendentales en la crisis de la democracia de estos últimos años– se configurarían así como “reacciones defensivas” contra la globalización, la individualización de las relaciones sociales de producción y la crisis de la familia patriarcal (Castells, 1997, p. 89).
El presente capítulo pretende examinar la crisis de la democracia de estos últimos años desde un enfoque distinto. Conceptualizaremos el populismo como un conjunto de axiomas discursivos, por ejemplo, la dicotomía entre establishment opresor y pueblo oprimido o las teorías conspirativas según las cuales unas fuerzas siniestras maniobran en la sombra para obtener beneficios a costa del ciudadano de a pie. Desde la publicación de La era de la información se ha escrito mucha literatura académica en este sentido. Jan Jagers y Stefaan Walgrave (2007) han definido al populismo como un “estilo de comunicación”, mientras que Benjamin Moffitt (2016) lo ha categorizado de “performance política”.
Recientemente una avalancha de relatos populistas ha generado una grave crisis de confianza hacia la democracia liberal. Entre los casos más destacados, cabe señalar que en 2016 Donald Trump se hizo con la presidencia de los Estados Unidos. Ese mismo año, un conjunto de relatos antieuropeístas generó la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Que el éxito de dichos movimientos se haya debido en gran parte a una serie de relatos contra la llamada casta política –y más concretamente a las herramientas digitales que los difundieron entre la población con una eficacia propagandística sin precedentes– es una hipótesis que, en los últimos tiempos, está siendo defendida por cada vez especialistas de distintas disciplinas (por ejemplo, Barberis, 2020).
En Italia el Movimento Cinque Stelle se fundó en 2009 a partir de la extraordinaria popularidad que adquirió entre las masas el blog del actor cómico Beppe Grillo, un instrumento de proselitismo digital desde el que todavía hoy se lanzan incesantemente invectivas contra los dirigentes políticos. En México Andrés Manuel López Obrador consiguió doblar sus votos (de quince a treinta millones) entre las presidenciales de 2012 y las de 2018. Nada más ganar las elecciones, el mandatario (López Obrador, 21 junio 2019) atribuyó su triunfo al poder de las “benditas redes sociales”.
La ideología política de estos movimientos es en aparecía muy heterogénea, siendo fehaciente en este sentido el caso español, donde el régimen político surgido en 1978 a partir de la Transición entre franquismo y democracia está siendo asediado, desde hace ya algunos años, por la izquierda radical de Podemos, por la extrema derecha de Vox y por el nacionalismo periférico catalán. Con todo, más allá de las diferencias de fachada, el corazón de la propaganda de los movimientos populistas –e incluso su misma razón de ser– son precisamente los relatos anti-establishment. Sólo así puede explicarse el hecho de que en 2016 una parte nada desdeñable de los simpatizantes de Bernie Sanders favoreciera la conquista de la Casa Blanca por parte de Trump (NPR, 24 agosto 2017) o que en la presidenciales francesas de 2022 un sector importante del electorado de Jean-Luc Mélenchon expresara la voluntad de boicotear (con la abstención o incluso con el voto para Marine Le Pen) la reelección de Emmanuel Macron (IPSOS, 15 abril 2022). En Italia el Movimento Cinque Stelle y la Lega Nord demostraron tener más intereses compartidos que discrepancias al formar una alianza poselectoral que les permitió gobernar juntos durante más de un año entre 2018 y 2019.
En los últimos años muchos especialistas (por ejemplo, Jessica L. Beyer, 2014) han examinado el potencial de las comunidades digitales para incrementar la movilización política, algo que se debe, entre otras cosas, a los altos niveles de anonimato de Internet y a los bajos niveles de regulación de los nuevos medios. Recientemente, algunos inquietantes episodios han demostrado fehacientemente que la tecnología digital condiciona las actitudes de los votantes más que cualquier otro medio de comunicación del pasado. Muy ilustrativo fue el escándalo relacionado con Cambridge Analytica, una empresa que recolectó de manera fraudulenta preferencias y opiniones de los usuarios de Facebook con el fin de confeccionar propaganda online personalizada en el contexto de la carrera para la Casa Blanca de 2016 (Vaidhyanathan, 2018).
Todo eso, obviamente, en los años noventa no podía ser presagiado. Castells dio muestra de comprender que las nuevas tecnologías de comunicación de masas tenían el potencial para “deslegitimar a los partidos, a los políticos, a la política y, en última instancia, a la democracia” a través de la que tachaba de “política del escándalo” (Castells, 1997, p. 372): “Si no es probable que la corrupción esté en su punto más alto de la historia, ¿por qué estalla en todos los medios?” (Castells, 1997, p. 370). Y, sin embargo, al entender a los movimientos antisistema como una resistencia natural frente a la realidad opresora generada por el capitalismo informacional, Castells acababa por subestimar la importancia que tenía, en el éxito de un determinado movimiento, la propagación masiva de unos relatos cimentados en postulados dicotómicos y lenguaje excluyente.
Muchas de las previsiones fallidas de La era de la información se explican precisamente con la imposibilidad de predecir la manera en la que determinadas estrategias políticas cambiarían súbitamente en el futuro (unos cambios que no pueden vincularse a radicales alteraciones de las estructuras socioeconómicas, sino a las arbitrarias tomas de decisiones de los líderes populistas y a la extraordinaria eficacia de las nuevas herramientas de comunicación de masas). Escribía Castells que “con la excepción de un pequeño, democrático y pacífico movimiento proindependentista, en su mayoría apoyado por intelectuales jóvenes, los catalanes y la coalición nacionalista catalana rechazan la idea del separatismo” (Castells, 1997, p. 70). En Italia, el sociólogo hacía remontar el auge de la Lega Nord –un partido cuya ambición era entonces la de obtener la secesión de las regiones de la Italia septentrional del resto del país– a cuestiones esencialmente económicas y fiscales o, incluso, a su “integración artificial” en el Reino de Italia en el siglo XIX (Castells, 1998, p. 379).
Sin embargo, pocos años después de finalizar la redacción de La era de la información, el relato independentista se impuso en la agenda mediática y política catalana, mientras que en Italia la Lega Nord decidió renunciar al secesionismo para dar un inesperado giro hacia un souverainisme de estilo lepenista. Un nuevo relato se hizo hegemónico, sobre todo en las redes sociales. El enemigo ya no era el Gobierno de Roma ni tampoco los inmigrantes que se movían desde las regiones pobres de la Italia meridional hacia el Norte industrializado. Una nueva dicotomía fue establecida ad hoc entre el pueblo italiano bajo asedio y unas turbas extranjeras que, desde África, Europa centro-oriental y Próximo Oriente, se proponían invadir la patria con la complicidad de las instituciones europeas y de los siniestros y todopoderosos agentes del globalismo.

El papel de las élites y la defensa del statu quo

En el contexto de los debates académicos que se originaron a raíz de la publicación de su obra, Castells ratificó que nacionalismo, fundamentalismo religioso, feminismo, ecologismo, etc. debían ser interpretados como resistencias contra el sistema: los movimientos identitarios “profundizan” la crisis del Estado-nación, pero no la suscitan por sí mismos (Castells, 1999, 388). Pero ¿cómo se generó el sistema contra el que estos movimientos se resisten? Según Castells, la sociedad en la que vivimos actualmente es una consecuencia de la restructuración del capitalismo llevada a cabo desde los años setenta del siglo XX por los dirigentes estatales. Los políticos apostaron por la tecnología y promulgaron medidas de liberalización de la economía que debilitaron los postulados del keynesianismo y favorecieron el proceso de globalización (por ejemplo, a través de los tratados de libre comercio).
En cuanto a los nuevos medios de comunicación, Castells recordaba que el desarrollo de las tecnologías consagradas a la divulgación de masas fue promocionado y financiado por importantes organismos gubernamentales, siendo muy ilustrativo, entre otros, el papel impulsor que desempeñó el Departamento de Defensa de los Estados Unidos en el contexto de las investigaciones militares que llevarían al nacimiento de Internet. En suma, según Castells el Estado fue “el iniciador de la revolución de la tecnología de la información” y sigue siendo el actor que permite el avance del desarrollo tecnológico (Castells, 1996, pp. 101-102).
A la luz de todo lo que ha acontecido en estos últimos años (en el mundo de la comunicación digital, primero, y en el universo político/institucional, después) se podría más bien afirmar que las viejas élites, o bien fueron ajenas al nacimiento de dicho mundo, o bien perdieron pronto el control de su creación. Podríamos comenzar con señalar que la mayoría de los protagonistas de la revolución tecnológica –desde Larry Page a Mark Zuckerberg– no procedían de las altas élites de la finanza. Sus inventos, además, están teniendo un rol más que destacado a la hora de poner en peligro aquel mundo –la democracia representativa liberal/capitalista– que las viejas élites de la política y de la finanza están defendiendo con uñas y dientes.
La reciente ola global de populismo, que las nuevas tecnologías de la comunicación de masas han sin duda favorecido, ha asestado golpes durísimos a los tradicionales grupos de poder, y eso pese a sus desesperadas tentativas de resistencia. Cabe por ejemplo recordar que en 2016 los barrios de la élite financiera londinense votaron masiva y fútilmente contra el Brexit. De nada sirvieron los acalorados llamamientos a favor de la opción bremain de los portavoces mediáticos de los movimientos políticos liberales y del mundo de la finanza (por ejemplo, Economist, 18 junio 2016 o Financial Times, 15 junio 2016).
Lo cierto es que nuestro tiempo presente se caracteriza por la presencia de grandes centros de poder que, a principios de los años noventa, ni siquiera existían. No sólo los grandes polos de la tecnología telemática (en particular, Silicon Valley), sino también los nuevos movimientos políticos que han sabido cabalgar la ola digital, arrebatándoles su posición preminente a los viejos partidos. Si escrutamos algunos de los listados de los hombres más ricos del planeta descubriremos que el imperio económico de muchos de ellos se basa en la venta de sistemas operativos para ordenadores, comercio electrónico, sistemas de pagos digitales, redes sociales, telefonía móvil o motores de búsqueda (Forbes, 9 abril 2021). En países tan importantes como Francia los partidos que hasta hace poco dominaban la escena política nacional han sido literalmente borrados del mapa. Mientras tanto, la antaño todopoderosa televisión ha cedido a los nuevos medios de comunicación digitales el poder de establecer la agenda mediática y política a nivel local, nacional y global.
En cuanto a los usuarios de los nuevos medios de comunicación, a finales del siglo pasado Castells señalaba que el ordenador se presentaba como un instrumento de alcance privilegiado para personas pertenecientes a una cierta geografía (mundo occidental) y estamento social (clases acomodadas), circunstancia por la que dicha herramienta parecía destinada a reforzar “las redes sociales culturalmente dominantes” y la “cohesión social de la élite cosmopolita” (Castells, 1996, p. 438). A distancia de un cuarto de siglo, podemos confirmar que el perfil más común de quienes navegan en la red sigue siendo el de personas que pertenecen a grupos privilegiados, existiendo todavía, en esta tercera década del siglo XXI, una marcada brecha digital que hunde sus raíces en parte en factores socioeconómicos (Jan Van Dijk, 2020).
La sorpresa, sin embargo, es que un gran número de estos usuarios ni defiende el statu quo ni tampoco la cultura dominante a la que se supone que pertenece. Internet se ha convertido de facto en el vehículo privilegiado de relatos antidemocráticos, antieuropeístas y antioccidentales. Contrariamente a lo que ocurría con los viejos medios de comunicación, además, los usuarios de la red juegan un papel activo en la divulgación de las campañas populistas, ya que los contenidos radicales pueden ser reenviados a otros potenciales luchadores de la cruzada anti-establishment. No suele tratarse de personas pobres y con un bajo nivel educativo. Por ejemplo, Podemos y Vox tienen un éxito destacado entre los estudiantes universitarios españoles (Santana & Rama Caamaño, 4 diciembre 2019). Lo cierto es que, desde siempre, las sirenas del populismo nadan por los canales del saber y suelen ser por tanto personas procedentes de las clases cultas y acomodadas quienes primeros se dejan embriagar por su canto.
No es la primera vez que esto ocurre. Existe un vínculo muy estrecho entre las distintas crisis que a lo largo de los últimos cien años han sacudido las democracias a nivel global, por un lado, y la aparición de nuevos y más eficaces medios de comunicación, por el otro. En el periodo de entreguerras, la difusión de propaganda en prensa popular, cine y radio fue parte integrante de la estrategia de aquellos movimientos que se propusieron acabar con la democracia liberal. De la misma manera, la propagación de información a través de las cadenas de televisión es uno de los factores que pueden explicar la repentina radicalización ideológica de los años sesenta y setenta.

El intelectual, la praxis y el credo populista

El planteamiento según el cual los medios de comunicación digitales hubieran generado, por si solos, la colosal crisis de confianza que el sistema democrático está padeciendo en estos últimos años corre el riesgo –somos plenamente conscientes de ello– de ser tachada de simplista. El peligro, una vez más, es el de caer en el determinismo tecnológico. Internet y las redes sociales sí fueron los vehículos que permitieron la divulgación de los relatos antisistema, pero al mismo tiempo fue indispensable –para la eclosión de la ola populista de nuestros días (y también para las que se originaron en el pasado)– la conformación previa de una audiencia con recursos y capital cultural suficientes como para poder asimilarlos.
De la misma manera, determinadas conmociones de tipo material, desde la Gran Recesión que comenzó en 2008 hasta la crisis socioeconómica generada por la pandemia de COVID-19, han llevado a que los relatos más catastrofistas del populismo –sobre la manera en la que régimen democrático y economía capitalista niegan bienestar, oportunidades y derechos a sus ciudadanos– encontrasen cierta revalidación en la esfera de las experiencias de un amplísimo porcentaje de la población.
Sin embargo, también nos parece indispensable otorgarles protagonismo a los conformadores de aquellas ideas que, cuándo las circunstancias se hacen propicias, pueden llegar a desmoronar estructuras materiales e ideológicas que otrora parecían inquebrantables. La génesis del proyecto de unión entre los países europeos, por ejemplo, no puede hacerse remontar a meros intereses económicos de las élites políticas y financieras, sino a la idea de que una unión de este tipo podía llegar a generar paz, estabilidad y desarrollo. Dicha idea fue concebida, desarrollada y divulgada por intelectuales y políticos comprometidos durante el periodo de entreguerras y en los primeros años tras el segundo conflicto mundial (Hewitson y D’Auria, 2012).
De la misma manera, el planteamiento según el cual la Unión Europea constituye una amenaza para el alma y la identidad de los pueblos se cimienta en unos relatos que se han ido fabricando ad hoc, desde hace ya algunas décadas, en determinados círculos políticos e intelectuales de la izquierda radical y de la ultraderecha. Y poco importa –tal y como se leía en el Manifiesto para salvar Europa firmado en 2019 por un grupo de intelectuales del viejo continente (Lévy et al., 2019)– “que abstracciones como ‘alma’ e ‘identidad’ a menudo sólo existen en la imaginación de los demagogos”.
Además de ser un brillante analista de la sociedad contemporánea –su obra ha llegado a ser comparada con Economía y sociedad de Max Weber por Anthony Giddens y con El Capital de Karl Marx por Peter Hall (Van Dijk, 1999)– Castells es un pensador que profesa creer en el “compromiso moral y político del intelectual”, hasta el punto de invitar a sus lectores a considerar que La era de la información se escribió a partir de dicho compromiso: “Espero que este libro, al suscitar algunas preguntas y proporcionar elementos teóricos y empíricos para tratarlas, contribuya a la acción social informada en pos del cambio social. En este sentido, no soy, ni quiero ser, un observador neutral y despegado del drama humano” (Castells, 1998, p. 411).
Lo cierto es que los tres volúmenes de la obra se encargan de denunciar fallos y miserias del sistema político y socioeconómico contemporáneo. Castells afirmaba que los dirigentes, “hundidos por los escándalos” y “cada vez más aislados de la ciudadanía”, estaban “sumidos en una crisis estructural de legitimidad” (Castells, 1996, p. 33). Se mostraba seguro de que el sistema de partidos había perdido “su atractivo y su fiabilidad” y aseveraba que la reestructuración capitalista había incapacitado al Estado para “cumplir con sus compromisos como estado de bienestar” (Castells, 1997, p. 381), convirtiéndose la democracia liberal del sufragio universal y de las libertades civiles “en un cascarón vacío” (Castells, 1997, p. 187). El futuro se divisaba incluso más sombrío que el presente, pues afirmaba que el mundo multimedia se dividiría entre una “pequeña élite de globopolitas” y una gran mayoría de personas que sufrirán “una pérdida de control sobre sus vidas” (Castells, 1997, p. 92). En este escenario distópico, “las masas incultas y desconectadas” permanecerían “excluidas del nuevo núcleo democrático, como lo estuvieron los esclavos y los bárbaros en los inicios de la democracia en la Grecia clásica” (Castells, 1997, p. 389).
El sociólogo, de todos modos, atisbaba un rayo de esperanza al contemplar que Internet tenía el potencial para convertirse en una herramienta de emancipación y resistencia. Gracias a este instrumento en el futuro los ciudadanos llegarían a conformar “sus propias constelaciones políticas e ideológicas, evitando las estructuras políticas establecidas” (Castells, 1997, p. 389). Los movimientos identitarios se opondrían así al sistema, “en continuidad con los valores de una resistencia comunal a los intereses globales establecidos por los flujos globales de capital, poder e información” (Castells, 1997, p. 398). Según Castells una nueva clase de sociedad civil podía ser construida, lo que permitiría “una popularización electrónica de la democracia” (Castells, 1997, p. 390). La crisis del sistema democrático que se originó a raíz de las ideas de la Ilustración y de las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII no tenía necesariamente que constituir un problema, presentándose más bien como un escenario deseable: al introducir nuevos procesos y temas políticos, activistas y organizaciones no gubernamentales contribuirían “a la crisis de la democracia liberal clásica”, “fomentando la aparición de la democracia informacional, aún por descubrirse” (Castells, 1997, p. 391).
La apuesta de Castells por la resistencia frente al poder era del todo legítima. El sistema de la democracia liberal, al fin y al cabo, considera que la libertad de expresión es sagrada, defiende la libertad de cátedra, financia la investigación académica y tolera incluso proselitismos que, potencialmente, pueden llegar a dinamitar los pilares sobre los que se cimienta la convivencia civil. Lo que sí consideramos transcendental es que el universo intelectual tome conciencia de la enorme influencia que los planteamientos eruditos generan en el mundo de lo real. Cuando Huntington teorizaba sobre choques de civilizaciones no existía –corría el año 1996– ningún choque entre civilizaciones. Su obra, sin embargo, ha contribuido a alimentar la idea de que los conflictos intergrupales son inevitables y quizás incluso naturales, lo que posiblemente ha incrementado intolerancia y xenofobia.
Castells dio muestra de ser consciente del poder del mundo de la academia a la hora de conformar la realidad social: “Cada vez que un intelectual ha intentado responder a esta pregunta [¿qué hacer?] y se ha puesto en práctica seriamente su respuesta, se ha producido una catástrofe” (Castells, 1998, p. 410). Por todo ello, no deja de ser llamativo que Castells procurase distanciarse de antemano de las acciones de aquellos movimientos que, en el futuro, podían inspirarse en su obra: “Cómo se utilizan esas herramientas [los análisis de La era de la información] y para qué objetivos deben ser prerrogativas exclusivas de los actores sociales y políticos, en contextos sociales específicos y en nombre de sus valores e intereses” (Castells, 1998, p. 411).

Dario Migliucci. Investigador posdoctoral en la Universidad de Almería (UAL). Doctor en Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid (UCM).

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